¿Son los gremialistas superhombres?

El joven empleado de la construcción, se acercó al borde del séptimo piso de la obra en la que estaba colocando los pisos, su rostro bañado en lágrimas dejaba ver la tristeza que tenía; hacia tan sólo cinco días de la muerte de su hijo mayor a causa de una enfermedad que lo había dejado sumido en la pena más grande que debe afrontar el ser humano y en bancarrota. Suspiro y lentamente se desprendió del arnés de seguridad, se quitó el casco y miró al vacío, en sus oídos resuenan las palabras que, por teléfono, le había dicho el capataz la tarde anterior, “si no te presentas a trabajar, olvídate del laburo….”. Un compañero que trabajaba junto a él se da cuenta de la situación y no sabiendo que hacer, llama desesperado al delegado del sindicato que justo en ese momento está inspeccionando la obra y le pide ayuda. Este se acerca al joven, se sienta a su lado y comienza a hablarle. Lo escucha empáticamente y se compromete a hablar con el capataz para gestionarle una ayuda que pueda solucionar su problema económico, a hablar con la clínica para ver la manera de cubrir la deuda que tiene y deja abierta la posibilidad de su acompañamiento en el dolor. El joven, con la mirada vidriosa se retira del borde y se acerca al delegado, quien lo abraza y lo lleva al interior de la obra, donde sus compañeros se acercan y lo trasladan en el auto de uno de ellos a su casa. Al ver al capataz, que se ha mantenido al margen de la situación, el delegado se acerca lleno de rabia y éste pálido de temor y con vergüenza sólo atina a pedir perdón, diciendo que lo había intimado a trabajar porque pensaba que era lo mejor, arrepentido se compromete a buscar la ayuda que el joven necesita.
La tarde de otoño en Mendoza es una época hermosa, las calles y avenidas bordeadas de árboles se llenan de hojas, en su viejo automóvil, acompañado por un joven delegado de la zona conocedor del lugar, el secretario Gremial de la Seccional manejaba con la ventanilla baja, respirando el aroma que desprendía la tarde otoñal. Una pregunta daba vuelta en su cabeza, ¿cómo plantearía la situación?, hacia cinco meses que la patronal no hacia efectivo el aporte por cuota sindical que le descontaron a los casi doscientos afiliados al gremio. Era mucho dinero y esto cercenaba los beneficios que se otorgaban a los afiliados, generando deudas y malestar entre ellos. El Ford Falcón del 74 llegó a su destino, era la media tarde, lo estacionó a la sombra de un árbol a unos 150 metros del portón de acceso a las oficinas, entraron por un largo pasillo y el Secretario Gremial pensó lo lúgubre que se veía el lugar. Luego de un largo rato de espera, los recibió el Gerente General, estaban con él la dueña de la cadena de supermercado, su contador y dos personas más; sus caras demostraban lo difícil que iba a ser tratar el tema. Comenzaron las discusiones, se mostraron carpetas, tabulaciones de registros bancarios, comprobantes de depósitos. La tarde se iba convirtiendo en noche, los ruidos propios de la actividad del Centro Comercial se iban acallando, el ir y venir de vehículos iba mermando, la playa de estacionamiento se fue vaciando, pero sus luces siguen encendidas. Desde la oficina el silencio de afuera es perceptible, de golpe, irritada e imperativa, suena la voz de la Empresaria, ”…está bien , ¿de cuánto es la deuda que tenemos?”…. se tira un número, se discute y se acepta la contrapropuesta, aparece el dinero, una suma muy importante. Cómo una burla se hace efectiva la deuda en fajos de billetes de baja denominación. El delegado, previsor, había llevado un bolso, se cuentan los fajos y se van depositando en su interior, mientras tanto se redactan y firman recibos, comprobantes, actas. No alcanzan a salir al pasillo que inmediatamente detrás de ellos se cierra la puerta, se apagan las luces del corredor y de la desierta playa de estacionamiento. El temor se apodera de los dos hombres, y abrazando el bolso atraviesan rápidamente el interior del edificio, salen a la playa y se dirigen al automóvil. La oscuridad es tremenda, la luna está ausente, sin querer miran hacia la ventana de la oficina de la que hace unos minutos salieron, y les parece adivinar una socarrona sonrisa en la cara adusta de la dueña de la cadena de supermercados. Temiendo que en cualquier momento sean atacados, pero tratando de mantener la calma, llegan al automóvil, el secretario Gremial enciende un cigarrillo y mientras lo fuma recorre alrededor del auto temiendo que le hayan hecho algo a las ruedas. Aplastó el cigarrillo con el pie y tratando de demostrar una calma que no tenía, le dio arranque al viejo Ford que tosió y arrancó en seguida. Tomaron hacia el hotel por la avenida arbolada, ya no parecía tan bella, el camino se hizo interminable, al llegar el dueño del alojamiento les habilitó la caja fuerte donde depositaron el dinero. La noche se le hizo eterna, miles de sensaciones recorrieron su mente y su cuerpo, a la mañana, muy temprano, fueron hasta el banco Nación que se encontraba a unos pasos del hotel y depositaron el dinero. Recién en ese momento, suspiró aliviado, buscó un locutorio para comunicarse con su Secretario General y el dialogo fue cortito, con una sonrisa en los labios dijo “…cobramos y el dinero ya está depositado”.
Pablo hace 20 años que trabaja en la panadería, en ese tiempo ha cultivado una amistad con el dueño, lo que le ha valido que le tenga absoluta confianza y muchas veces ha quedado al frente del negocio. Esa mañana de despertó angustiado, sin saber porque, llegó a la cuadra, se vistió, higienizó y se dispuso a empezar las tareas. Decidió trabajar con la sobadora, porque el chico que estaba en ese turno no tenía mucha experiencia y consideraba que la tarea podía ser peligrosa. Estaba en esa tarea, el bollo de masa iba y venía, unos segundos de distracción y sintió como los rolos le atrapaban el brazo derecho y lo llevaban hacia el interior de la máquina, a pesar del dolor, alcanzo a pegar un grito, el aprendiz corrió y activo el interruptor de emergencia. Como en sueños, Pablo vio la cara del aprendiz ponerse pálida, correr al botiquín, tomar un bollo de gasa y algodón, mientras que a los gritos pedía que llamaran una ambulancia. Sentía la sangre fluir, sirenas de fondo, se desmayó. Cuando recobró la conciencia, noto una ausencia en su cuerpo, en lugar del brazo tenía un muñón. El dolor físico era inmenso, reflejo natural del cuerpo ante un miembro ausente. Lo primero que vio, fue a su mujer e hijos, con caras tristes pero aliviados porque los médicos, a pesar de la gravedad de las heridas, habían logrado estabilizarlo y salvarle la vida. A su lado, estaba el delegado del Sindicato de Panaderos que tantas veces había pasado por la cuadra a ver si las condiciones de trabajo eran las adecuadas, si la vestimenta era la correcta, si había botiquín, si existían interruptores de emergencia. La recuperación fue lenta, pero le advirtieron que por su condición y edad ya no volvería a trabajar. Cuando pudo movilizarse fue hasta el sindicato, y fue recibido como un héroe, es que un compañero había sufrido un accidente, había perdido un brazo, pero allí estaba, vivo, de pie, acompañado por ese delegado que tanto había insistido para que en la cuadra hubiera medidas de seguridad e higiene adecuadas. Iniciaron los trámites de jubilación con el asesoramiento de la Secretaría de Acción Social del Gremio, solicitaron los seguros correspondientes, y hoy Pablo, en una de las oficinas de la sede Gremial, da lecciones de seguridad en el trabajo para todos los aprendices que lo requieran.
Las personas que están frente a un sindicato, ¿son superhombres? ¿Son superhéroes? No, ni ahí. Son seres humanos donde el dolor, la pena, la desesperanza, el miedo, la desilusión, son moneda corriente. A veces son las personas más cuestionadas en los tiempos que corren, son las más insultadas ante un mal arreglo salarial, son las más sospechadas de actos de corrupción, se las cree capaces de vender un compañero por un puñado de monedas. Pero no es así. Los casos que describí más arriba son casos reales, contadas en las tardes de mate compartidos entre los compañeros de los distintos sindicatos, en ocasiones con lágrimas en los ojos por la desilusión e impotencia de no poder haber hecho lo suficiente por un compañero, su familia, o por el dolor que causa el desagradecimiento de quienes creen que por el hecho de estar en un sindicato, esa persona no tiene sentimientos o ha perdido la sensibilidad.
Termino con una frase que a lo largo de mi vida me ha marcado, “Quien no nace para servir, no sirve para vivir”.

Roberto Perotto Ghi
Secretario General PECIFA Río Cuarto, Mandato Cumplido.

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